Lluís Cànovas Martí / 16.3.2008
[ Vegeu també: España 1999-2001 / Apuntes sobre políticas nacionales en la UE: España 2002-2004 / El PP ante los idus de marzo: de la mayoría absoluta a la oposición / Cent dies del segon tripartit (Notes per a un debat televisiu) / Un tripartit ecològicament insostenible / Un sistema electoral bajo crítica ]
Partido Socialista Obrero Español, 11.282.210 votos (43,84 %, 169 escaños); Partido Popular, 10.276.238 votos (39,93 %, 153 escaños). Fueron las grandes cifras del escrutinio de las elecciones generales del 9 de marzo de 2008 tras el recuento del voto de los residentes en el extranjero, efectuado el día 14: algo más de un millón de votos de diferencia a favor de los socialistas. Ese resultado ha sido analizado desde distintos puntos de vista como la consecuencia de un voto del miedo movido por la deriva extremista del PP en la legislatura 2004-2004. Véase Lluís Cànovas Martí, «9-M: el voto del miedo en las elecciones españolas de 2008», Barcelona, 2008.
Al margen del enardecido clima político que se desprendía de esa coyuntura, los resultados del 9-M confirmaban una constante en las elecciones generales españolas: los gobiernos siempre dispusieron de una segunda oportunidad. Esta regla de oro se había cumplido con la UCD de Adolfo Suárez en 1979, el PSOE de Felipe González en 1986 y el PP de Aznar en 2000. Ahora se cumplía también con el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero.
Las cifras menores del escrutinio indicaban una segunda constante: el peso creciente que en el sistema político español tienen los dos grandes partidos. Los resultados de los minoritarios, en este caso pendientes aún de sumar ese voto residual de residentes extranjeros, fueron: poscomunistas españoles y eco-socialistas catalanes agrupados en IU e ICV-EUIA, 963.040 votos (3,8 %, dos escaños); el nuevo partido nacionalista español Unión, Progreso y Democracia, 303.535 votos (1,20 %, un escaño); las seis formaciones nacionalistas periféricas, con 1.809.406 votos, se repartieron los 25 escaños restantes. A su vez, Eusko Alkartasuna y Chunta Aragonesista perdieron sus únicos escaños, que conservaban respectivamente desde 1986 y 2000.
Los partidos minoritarios fueron, con mucho, los más perjudicados por el voto del 9-M. Y en tal medida que, a diferencia de lo sucedido en comicios anteriores, no se animaron siquiera a tantear interpretaciones sesgadas con las que hacer paliativa su derrota o tratar de que aparecieran como victorias parciales los resultados obtenidos en alguna circunscripción. Por el contrario, parecieron resignarse, a modo de bálsamo justificativo, con el argumento de la fuerte bipolarización registrada, que efectivamente arrasó en todas partes.
Los comentaristas rubricaron el dato de la bipolarización con la referencia a los debates televisivos que durante la campaña enfrentaron en exclusiva a los jefes de filas socialista y popular (Zapatero y Mariano Rajoy), un exponente de la «presidencialización» del sistema que ya denunciaron en su momento los minoritarios y que, a modo de coartada, había dado lugar a otro debate multipartidista para el que los grandes delegaron en figuras de segunda fila cuya presencia en cartel anunciaba la devaluación de lo que se iba a debatir y, en consecuencia, negaba la condición de espectáculo, la única que por el momento demostraba ser capaz de atraer a la política las audiencias.
De hecho, el bipartidismo era una tendencia endémica del sistema electoral español que, incluso en ausencia de debates televisivos, no cesaba de consolidarse desde hacía años Véase Carles Castro, Relato electoral de España (1977-2007), Institut de Ciències Polítiques i Socials, Barcelona, 2007. y que el 9-M hizo que los dos grandes partidos sumaran más escaños parlamentarios que nunca: 322 frente a los 28 de las formaciones minoritarias. Pero esa pérdida de representación de las minorías marcaba simplemente un hito en lo que era una clara progresión a la baja: en 1989 (año en que Alianza Popular se transformó en PP) los dos grandes partidos sumaron 296 escaños frente a 54 de los minoritarios, y quince años más tarde, en 2004, la acentuación de la tendencia dejó esa correlación en 312 frente a 38. El 9-M simplemente profundizó en ese abismo y extremó la tendencia: con toda probabilidad, la situación de los minoritarios era susceptible de agravarse.
Así lo entendían los minoritarios de ámbito estatal, que pese a discrepar en el enfoque del problema coincidían en el diagnóstico de que el sistema electoral (regido por la ley D'Hondt) Véase Lluís Cànovas Martí, «Un sistema electoral bajo crítica», Barcelona, 2008. era injusto porque corrige la desventaja de los partidos que concentran su electorado en pocas circunscripciones (caso de los nacionalistas de la periferia), pero perjudica a aquellos cuyos votantes están dispersos por todo el territorio. Un caso especialmente letal para estos últimos cuando el bipartidismo empuja al denominado «voto útil».
En IU, la pérdida de dos de sus tres escaños, que, con el que perdió ICV-EUiA, supuso también la pérdida de su grupo parlamentario, condujo a la dimisión de Gaspar Llamazares como coordinador general. Era evidente que el 9-M los votos a IU iban a caer en saco roto en la mayoría de circunscripciones: desde los sectores críticos de IU se apuntaba que era la lógica de una situación pretérita a la que habrían contribuido ellos mismos en 1989-1996, cuando el partido llegó a tener hasta 21 diputados y la política aplicada bajo la dirección de Julio Anguita ayudó a levantar «las reservas de la sociedad española respecto del carácter escasamente democrático del PP». Véase Javier Pérez Royo, «No ha sido un tsunami», El País, 15 de marzo, donde el ex portavoz de IU contradice el primer análisis de Llamazares, en el que aseguraba que el 9-M fue un tsunami.
El nuevo partido UPD, gracias al escaño conseguido por Rosa Díez en Madrid, abría un hueco entre el PSOE y el PP para dar voz parlamentaria a su estrategia de alternativa transversal frente a lo que considera «inventos» de nacionalidades periféricas inexistentes cuyo objetivo es romper la nación española, la única que UPD y Díez reconocen. En esa estrategia «antinacionalista», ocuparía un papel clave la revisión del sistema electoral «perverso» que, según la ex diputada socialista vasca, permite que «mi voto» valga «seis veces menos que el de mi vecino de escalera, simplemente porque él vota al PNV». El predicamento de los planteamientos de UPD entre importantes sectores de los grandes partidos auguraba uno de los caballos de batalla de la legislatura 2008-2012. Pero de momento las monturas necesarias para cabalgar en esa guerra quedaban arrumbadas en los establos por la aritmética parlamentaria, que en ausencia de una hoy por hoy improbable Gran Coalición social-popular supedita la hegemonía socialista a los apoyos de las minorías nacionalistas menguantes, precisamente aquellas que la UPD se propone combatir.
Los análisis de las minorías nacionalistas se amoldaban a la situación desde los márgenes de maniobra que les proporcionaba la seguridad de ser necesarias para un vencedor falto de mayoría absoluta. Ahí Convergència i Unió, con los diez diputados que le daba el 3,05 % de votos conseguido, y el Partido Nacionalista Vasco, con los seis que se aupaban en su 1,20 %, se disponían a jugar un papel decisivo en cuanto tercera y cuarta fuerzas. Mal que bien, CiU había resistido esta vez el embate de la bipolarización y mantenía grupo propio con el mismo número de escaños de la legislatura anterior, desde luego muy lejos de los 16 de 1989, que parecían ya irrecuperables. La misma consideración resistente era aplicable al PNV, que había perdido un solo diputado. Nada que ver con los resultados de Esquerra Republicana de Catalunya, damnificado máximo de la convocatoria, que con el 1,17 % de votos perdía cinco de sus ocho escaños y el grupo parlamentario, a la espera de recuperar los cerca de 350.000 votos perdidos que, según todos los análisis, en el 50 % aproximado se le habían ido a la abstención (parámetro que respecto a 2004 en Cataluña creció el 4,76 % y situó la participación en el 71,2 %). Peor librada aún la izquierda abertzale vasca, cuyas coincidencias con ETA quedaban incursas en las proscripciones de la Ley de Partidos y habían sido sancionadas con la ilegalización de las candidaturas de ANV y PCTV después de que los tribunales las vincularan con el terrorismo. Estos partidos tuvieron que contentarse con patrocinar una consigna abstencionista que hizo de la participación vasca (64,9 %) la más baja del estado: un 10,4 % inferior a la media, porcentaje coincidente con la banda baja de la horquilla del 10-14 % del electorado que suele optar por la izquierda abertzale en todas las convocatorias. Y especialmente significativo en esta ocasión tras el llamamiento a la participación que la familia del ex concejal socialista Isaías Carrasco, asesinado por ETA dos días antes de los comicios, había lanzado tras el funeral.
El mapa electoral de la España del 9-M marcaba una neta división territorial. El PP incrementaba la ventaja en sus feudos de Madrid, Murcia, Comunidad Valenciana; ganaba Castilla-La Mancha, y mantenía posiciones en Cantabria, Ceuta y Castilla y León. Persistían las tablas en Asturias, Baleares, Galicia, La Rioja, Navarra., y a ellas se sumaba Melilla. Los socialistas se mantenían en Andalucía y Extremadura, y crecían en Aragón, Canarias, Euskadi y, sobre todo, en Cataluña. En esta comunidad, el PSC-PSOE, vencedor en todas las generales, igualó su récord de 25 escaños conseguido en 1982: sus 16 escaños de ventaja respecto a los 8 del PP resultaban decisivos en la victoria final de Zapatero.
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Lluís Cànovas Martí, «Sobre la bipolarización del voto en las elecciones del 9-M » Versió ampliada d'un article escrit per al web Nivel 10 Plus del Grupo Editorial Océano