Lluís Cànovas Martí / 15.12.1996
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Fue el año del asalto al Bienestar: comenzó con el anuncio de recortes sociales: Suecia, Alemania, España... tomaron el relevo en la iniciativa reformista francesa de socavar los fundamentos del estado del bienestar, jalonada durante tiempo por pequeñas renuncias pactadas, pero arrumbada circunstancialmente en enero por el presidente Jacques Chirac, tras sufrir el exabrupto de la huelga general de finales del año anterior contra el plan de su primer ministro, Alain Juppé, que se proponía reducir de sopetón las prestaciones de la Seguridad Social y acabó siendo un aviso para los gobiernos émulos del vecindario europeo: no en balde la apuesta de Maastricht aparecía en el horizonte como una nueva «unidad de destino».
Si la tentación del calco era fuerte, la fórmula, fracasada ya en la «revolución conservadora» británica encabezada por Margaret Thatcher, sólo era viable en la actualidad a fuer de sordina, por lo que, con la experiencia acumulada, en 1996 acabó haciéndose sorda y crónica. Los hechos de Francia habían demostrado que los reductos sindicales del obrerismo, aunque cada vez más débiles, no estaban dispuestos a renunciar a aquellas conquistas históricas que constituían la base de su legitimidad y ahora tan burdamente pretendían arrebatarles. Además, nuevos impulsos parecieron emerger en la confrontación, en una suerte de relevo generacional de viejos anhelos y utopías vencidas. Ni que decir tiene que en ese inédito pulso al sistema, y a tono con la tradición izquierdista de los pensadores franceses, los mínimos atisbos de novedad detectados (por ejemplo, la presencia en las huelgas de profesionales del cine o de «cineastas» espontáneos, que en los meses siguientes difundieron documentales muy críticos) llevaron pronto a la teorización del «retorno de la utopía» y del movimiento huelguístico francés «como la primera gran contestación social al proyecto de construcción europea».
Por eso, la política de concertación se hizo si cabe más exquisita en todas partes y la marcha atrás, una práctica común entre los brutos que no querían fecundar nuevos desasosiegos. Y aun así, durante 1996 se generalizaron las protestas contra las políticas de austeridad nacionales: en Francia y en Dinamarca fueron los movimientos de camioneros; en Italia, contra el nuevo impuesto por Europa; Bélgica, tras la «marcha blanca» del 20 de octubre por la regeneración moral y política, se movilizó de nuevo a los ocho días contra el bloqueo de los salarios; el Reino Unido estuvo, desde finales del verano, sometido a la presión huelguística en los sectores más diversos. El mismo modelo alemán de concertación, basado en la cogestión, se tambaleó bajo el empuje de la negativa sindical a aceptar la decisión del gobierno Kohl de reducir del 100 al 80 por ciento la percepción salarial en caso de enfermedad. Habría que remontarse a dos décadas atrás para hallar un movimiento de dimensiones parecidas, con cientos de miles de personas protestando en las calles. El hecho sembró las dudas entre la izquierda europea que preconiza la extensión del modelo alemán para lograr los objetivos de una «Europa social» basada en un capitalismo moderado, comprometido en la renuncia a las políticas salvajes del neoliberalismo: con más de cuatro millones de parados (10,8% de la población activa), Alemania ponía en entredicho sus bondades como modelo social y alcanzaba su nivel de desocupación más elevado desde la posguerra. La revitalización y politización sindicales llevaron a que la Confederación Sindical Alemana (DGB), la mayor organización obrera del continente, redefiniera su programa: reducción de jornada, política industrial, servicios subvencionados por el estado: «Los patronos nos obligan a recordar nuestras viejas tradiciones», se decía en una manifestación del IG-Metall ante la Daimler-Benz, en Stuttgart.
Al tiempo, del Báltico al Mediterráneo, comenzaba a extenderse la conciencia del problema entre las partes enfrentadas y se hacía más perentoria la urgencia de redefinir las bases del consenso social en que se fundamenta la convivencia del sistema en Europa, el llamado estado del bienestar.
En el «planeta americano», en palabras del escritor Vicente Verdú, la reelección del presidente Bill Clinton en las presidenciales del 4 de noviembre aseguraba la continuidad de una gestión que, por de pronto, tuvo que hacer importantes concesiones en cargos a la oposición republicana. No en balde, la ilusión de vivir sin política era uno de los valores de la sociedad americana y más del 50 por ciento del electorado se abstuvo de votar. Al cabo, la supeditación del poder político a la economía resultaba en Estados Unidos mucho más evidente que en cualquier otra parte de sus dominios.
Tras la caída del régimen soviético, la inexistencia de un sistema antagónico capaz de aquilatar el sentido de los esfuerzos propios aparecía como grave disfunción de un sistema que entroniza la libre competencia como enunciado básico. Se constataba que la nave de la civilización occidental, con Estados Unidos al timón, navegaba al pairo de la economía y de los intereses del timonel, ausente de un rumbo preciso capaz de comunicar el entusiasmo al sacrificado pasaje. Metáfora a cuento del sentido y de la difícil aprensibilidad del proceso de «mundialización» en curso, identificado cada vez más como la mistificación mediante la cual se enmascara la realidad de la dominación financiera transnacional que, desde la caída del muro en 1989, permeabiliza como una segunda naturaleza todas las políticas nacionales, devaluándolas mediante la pérdida de soberanía y corrompiéndolas con el mecanismo de simulación que pone en marcha: cara oculta de un proceso despersonalizado y planetario al que la política, en sumisa cautela, genera un rostro reconocible, a ser posible risueño, en cuya mudante faz se estrellan todas las coherencias y racionalidades.
La evidencia del fenómeno se acompañó, a lo largo del año, del despertar de un debate en el que prestigiosos economistas y sociólogos (Alain Touraine y Joaquín Estefanía, entre los más conocidos) coincidían en la necesidad de revalorizar las políticas nacionales como fórmula integradora susceptible de evitar la fractura que amenaza a las sociedades sometidas a la «mundialización». Se estaba de acuerdo en que la incorporación de la mayor parte de los países del mundo al sistema político democrático significaba un avance que, más allá de sus aspectos formales, era necesario complementar con medidas estructurales capaces de impedir la oligarquización del poder y la corrupción endémica que, como demostraban los hechos, aquejaba también a las democracias consolidadas o con visos de serlo (retorno del Partido Liberal Demócrata en Japón, casos «Fininvest» italiano, «AVE» germano-español, «Surendra Jai» en la India , «Colosio» en México, «Samper» en Colombia...): el sistema democrático ganó en extensión lo que no había sido capaz de ganar en profundidad de contenidos. A nadie escapaba el limitado interés de Estados Unidos por ahondar en la naturaleza democrática de sus socios e interlocutores, proceso que a la postre, una vez abierto, correría el riesgo de que se le girara en contra. El «timonel» optaba de momento por seguir manteniendo las relaciones de dominación neocolonial que tan bien habían servido a la gran metrópoli, y eran demasiado poderosos los intereses en juego como para especular con la posibilidad de revisarlas.
Tan ubérrima contradicción no desanimaba la emergencia de posibles aspirantes al liderazgo, sino que, por el contrario, aventaba las esperanzas de eventuales meritorios al puesto: la Unión Europea y Japón, los más cualificados a corto plazo, se las tenían no sólo con Estados Unidos (Europa frente a las leyes Kennedy-D'Amato y Helms-Burton), sino también entre sí (penetración suave de Japón con nuevos productos, imágenes y modelos industriales y de gestión) y con otros países que la prospectiva no descartaba como rivales serios en un futuro más lejano, localizado siempre en el espacio emergente de China y los llamados «tigres asiáticos». Pero tal era el magma mismo, la quintaesencia de la competitividad que enarbolaba la mundialización.
En la Europa central y oriental parecía consolidarse un sistema político de alternancia derecha-izquierda en el que los antiguos comunistas y las nuevas fuerzas de signo liberal eran capaces de relevarse proporcionando una estabilidad derivada del consenso creciente en torno a la política económica y social a aplicar: en Lituania, la derecha de Vitautas Landsbergis aventajó al ex comunista Algirdas Brazauskas, y en Rumania, el conservador Emil Constantinescu a Ion Iliescu. Bulgaria, Eslovenia, Croacia y Estonia coincidieron también en el giro a la derecha, mientras que Letonia y Eslovaquia eran dirigidas por gobiernos de coalición en que coincidían unos y otros. Las políticas del ex comunista Alexander Kwasniewski en Polonia y del socialista Gyula Horn en Hungría se distinguieron apenas del resto, salvo en que aplicaron las reformas «occidentalizadoras» con mayor suavidad. La fractura social causada por la liberalización seguía acarreando, conforme al esquema de lo sucedido en las repúblicas de la antigua Unión Soviética, una legión de miserables y descontentos, pero la transición democrática sólo se vio amenazada en Bielorrusia, por los delirios presidencialistas de Aleksandr Lukashenko, y en Albania y Serbia-Montenegro, por las irregularidades en los comicios, que pusieron a prueba la capacidad de respuesta de sus respectivas sociedades civiles, garantes en último término de futuros avances democráticos. La corrupción, esa secuela voraz, atusaba en todas partes: más evidente en el proceso privatizador húngaro y en la República Checa del conservador Václav Klaus, pillado en el espionaje de sus rivales políticos. El Este ya era Europa, y ya la Unión Europea barajaba en sus documentos confidenciales la cifra de seis billones de pesetas anuales suplementarias en concepto de fondos estructurales y de cohesión para la futura adhesión de todas esas repúblicas a la Europa de los Treinta. En esa dirección, más problemas parecía entrañar la ampliación de la OTAN, frenada por el empecinamiento de Rusia en no renunciar al papel de potencia mundial de la extinta URSS, a pesar, una vez más, de la humillante derrota militar encajada en 1996 en el campo de batalla checheno y de las incertidumbres en torno a la salud de Boris Eltsin y del futuro de la Comunidad de Estados Independientes (CEI).
Aunque Francia y China se sumaron por fin a la moratoria nuclear y la Asamblea General de la ONU aprobó el Tratado de Prohibición Total de Pruebas Nucleares, el veto de la India agotaría el año sin que entrara en vigor, pues excusas para el rearme nunca faltan: en este caso la amenaza de Pakistán. Tampoco el complejo industrial-militar occidental achicó la marcha, y las estratégicas fusiones (Aérospatiale-Dassault y Thomson-Matra, en Francia) y absorciones (Lockheed Martin estadunidense) señalaron la escala de los futuros enfrentamientos por la disputa del mercado armamentístico. Los rescoldos de la guerra fría prendieron a través del acoso permanente al régimen cubano y de los periódicos enfrentamientos China-Taiwan y entre las dos Coreas. Pero las prevenciones se justificaron sobre todo en función de nuevas amenazas: las supuestamente provenientes del régimen islámico iraquí, «bestia negra» desencadenante de la crisis kurdistaní en otoño. Pero también Siria, Sudán, Irán, Libia eran estigmatizados como «estados terroristas» a los que Estados Unidos culpaba, un año más, de auspiciar el terrorismo «internacional», y en especial el del integrismo islámico. Paradójicamente, en Afganistán la toma de Kabul por los talibanes obtuvo, por razones de geoestrategia energética, la aquiescencia tácita de Estados Unidos, y un aliado tradicional de éstos, Turquía, registró por primera vez la entrada de la oposición islámica en un gobierno de coalición que pasó a disputarle la influencia regional.
Sin embargo, la mediación negociadora (empantanada en 1996 en torno al referéndum saharaui y la autonomía palestina, y pasando de puntillas sobre la guerra liberiana y el resurgir de la lucha en Somalia, por citar algunos casos emblemáticos) fue la principal baza en el mantenimiento del orden mundial. Naciones Unidas siguió siendo la institución encargada de llevarla a cabo, interviniendo en las crisis con el respaldo de las misiones militares multinacionales pacificadoras y la ayuda humanitaria de las Organizaciones No Gubernamentales, cuyo papel paliativo fue blanco creciente de elogios y críticas. La tragedia de los Grandes Lagos de África, con epicentro esta vez en Zaire, evidenció (como en años anteriores el drama de Bosnia) todas las contradicciones de dicha política, que, lejos de cualquier solución estructural, afianzó en favor de Estados Unidos el desplazamiento de la influencia europea en el África subsahariana. Esta inmensa región pasó a ser una fuente de beneficios creciente para el comercio y las inversiones de la primera potencia mundial, merced al sometimiento de aliados incondicionales en Ruanda, Burundi, Etiopía, Eritrea y Uganda, y a la política de patrocinio de regímenes democráticos de los últimos años (erosionada en parte durante 1996 por la persistencia del golpismo en Níger, Sierra Leona, Guinea y el feudo francés de la República Centroafricana, donde el ejército galo tuvo que intervenir en tres ocasiones). Todos estos países seguirán pendientes de ayudas y condonaciones de deudas que durante años les arrastrarán a una supervivencia bajo límites, fuera de una «mundialización» que no cruzó las puertas de África, salvo para escupirles el rostro.
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Lluís Cànovas Martí, «Coyuntura internacional de 1996»Escrit pel pròleg de l'Anuari 1996 Océano, Editorial Océano, Barcelona, 1997