Muerte de la Princesa Diana

Isabel II i el seu marit, el duc d'Edimburg, bloquejats pels rams que han dipositat a les portes del Palau de Buckinham milers d'anònims ciutadans pesarosos per la mort de la "princesa del poble"

La muerte y la princesa

Lluís Cànovas Martí  /   25.9.1997

«Reina de los corazones», la calificó con impúdica cursilería póstuma alguna prensa, y el resto, y medio mundo al menos, se hicieron cumplido eco. Lady Diana Spencer había muerto el 31 de agosto, de madrugada, seis horas después de que su Mercedes, perseguido por una cohorte de paparazzi ávidos de imágenes de su postrer romance, se estrellara en un túnel junto al Sena, tras asistir a la última cena en el Ritz. El novio, millonario, playboy y árabe, la precedió en el tránsito al instante, y también el chófer, aunque no el guardaespaldas, más fornido, que resistió maltrecho al envite y al final quedóse con la laguna de la amnesia en el cerebro...

Los medios de comunicación sirvieron la dimensión del duelo, que devino espectáculo, como lo había sido 16 años antes su misma boda, primera entrega de un folletín que popularizó a la monarquía británica, pero la puso en crisis cuando desveló toda clase de escándalos palaciegos: en las condiciones de democracia y estado multimedia, la monarquía se ve sometida a un plebiscito permanente y, en los años transcurridos, la dominación espectacular educó a una generación sometida a sus leyes en unas condiciones totalmente nuevas.

Así, en los siete días que median entre la muerte y las exequias, culminó una puesta en escena basada en el lenguaje familiar que el mismo espectáculo ha ido creando y con el que las gentes aprendieron a hablar y a identificarse: los fotógrafos serían incriminados por homicidio involuntario, tras ser imputados de perseguir a los accidentados y dificultar el rescate al buscar con sus objetivos los planos de las víctimas entre las planchas retorcidas del vehículo; la tradicional contención de los Windsor, enfrentados públicamente a la fallecida, fue juzgada severamente por la opinión pública como un rasgo de frialdad inhumana para una situación que desbordaba sentimentalismo; el primer ministro, Tony Blair, terció en la polémica asegurando que, conforme a los deseos del pueblo y los suyos propios, la Casa Real debía modernizarse; la misma Isabel II, decidida a enmendar la mala impresión dada, arrió al quinto día a media asta la bandera de Buckingham y accedió a dirigirse a la nación en un discurso... A la postre, el espectáculo organiza con destreza la ignorancia de lo que sucede e, inmediatamente después, el olvido de aquello que, a pesar de todo, ha llegado a conocerse. No escaparían tampoco a tales leyes los millares de páginas y espacios televisivos con que se especuló sobre la responsabilidad del chófer ebrio: ¿abandonado, deprimido, despechado por amor?; el papel del galán árabe apenas unos días antes descubierto en las portadas, Dodi al Fayed, ¿vividor, novio formal, autor de un último embarazo acaso inexistente que Diana jamás podrá confirmar? ¿Diana de una conspiración de los servicios secretos, blanco del misterioso coche rojo que estampó su capa de color en la columna fatídica del túnel de L'Alma...?

La «reina de los corazones», ¿predestinada a tal despliegue? Lo importante es que cualquiera pudo ser protagonista y depositar su ramo o, con suerte, sollozar ante las cámaras, colaborando en el acontecimiento. Un nuevo signo de los tiempos... El premier Blair, adscrito a lo «políticamente correcto», la recuperó para sí y para el laborismo apeándole sutilmente el tratamiento: «princesa del pueblo».

Lluís Cànovas Martí, «La muerte y la princesa»Escrit per a l'Anuario Océano 1997, Grupo Editorial Océano, Barcelona, 1997