MacDonals

Membres del Col·lectiu Ecologista Llibertari (CEL), a les portes del McDonalds barceloní de Rambles-Ferran, reparteixen un llarg manifest (Vegeu document adjunt) contra els negocis de la multinacional nord-americana del menjar ràpid. Moments abans, han repartit de forma gratuïta entre els vianants un centenar d'entrepans de pa integral amb tomàquet i formatge de la terra. (Diada Internacional contra McDonalds, 16.10.1990.) [Foto Xavier Palos.]

El burger de mis sueños

Lluís Cànovas Martí  /   5.9.1991

El burger de mis sueños se materializaba entre los peces de colores de ese local de las Ramblas, en el que el decorado acuático se imponía como estímulo visual al apetito carnívoro y la ejemplaridad del mejor servicio al público era destacada en el cuadro de honor al empleado del mes. Desde luego todo muy kitch y en un plástico sin concesiones al diseño, pero sufrido frente a las salpicaduras del ketchup y los desinfectantes. El aluvión de críticas que tales circunstancias ambientales suele provocar en determinados medios es incontestable, pero el burger de mis sueños, correlato transoceánico del sueño americano, tuvo la virtud de figurar entre los primeros que se abrieron en la ciudad. Jugando tal ventaja, vino a ocupar ese chaflán estratégico en el que el vago recuerdo de negocios anteriores instalados en el mismo lugar se funde en la memoria con el can Beristain que pertrechó al viejo dictador de su última arte de pesca y a toda una generación de imberbes minyonets de sus primeras botas de montaña. Y con la pastelería de Guillermo Llibre, que, a fuerza de bombones y merengues, sembró de caries, a comienzos de siglo, las bocas de nuestros bisabuelos. Como mínimo, tan notorio currículo eleva esa esquina histórica a la categoría de entrañable, de donde sin duda arranca mi irrefrenable asiduidad de cliente.

Recién inaugurado, desde la naturaleza muerta de su piso superior poblado de peces estáticos pude seguir el implacable avance de la Transición sobre los disconformes: los erráticos devaneos callejeros de los revoltosos frente a las fuerzas del nuevo orden, el crujido de los huesos bajo las porras, el restallido metálico de los primeros disparos de bolas... todo el repertorio de primeros de mayo, diadas y jornadas de lucha varias. En mi tarea de voyeur, demoraba en la bandeja la ración de turno –qué importa qué, cuando de comer se trata– en la sufrida incomodidad de asientos diseñados para el fast food, donde cualquier concesión al confort contradice su propósito instrumental: al fin y al cabo comidas para apurar al paso. Y ni siquiera la actitud de los primeros manifestantes que dirigieron sus iras contra aquella atalaya privilegiada y dieron cuenta de sus lunas causó en mí la mínima zozobra. Por el contrario, seguí día tras día deglutiendo en esa sala-batiscafo, acariciado en mis sentimientos por la fantasía cromática de sus helechos marinos, totalmente ajeno al menú concreto y a la presencia pionera de los guardias armados que, después de aquel estropicio de cristales, abrían nuevos mercados para su actividad.

Toda una década de felicidad sin sobresaltos iba, sin embargo, a cerrarse para mí en el desasosiego el 16 de octubre de 1990. Me disponía a cumplir con el ritual acostumbrado, cuando el escueto mensaje de una pancarta, «DIA INTERNACIONAL CONTRA MCDONALD’S», me sorprendió en la puerta del burger. De entre una veintena de oscuros melenudos que secundaban el acto, una vestal de rubio pelo lacio y serenos ojos azules emergió majestuosa con vestimenta hippie y puso entre mis manos un bocadillo de queso como obsequio y un papel en el que, con determinación no exenta de humor, se llamaba a dejar de utilizar mi burger «como una contribución de importancia política en el ámbito gastronómico de nuestra vida cotidiana». En el escrito, mi burger aparecía «como el ejemplo más representativo del modelo de colonización cultural destructiva impuesto por las comidas-basura», y éstas, que nunca fueron motivo de mi preocupación, eran presentadas como la causa de todos los males del planeta, incluidos los nuestros propios. Se acusaba a mi burger de la política de cultivos que en Centroamérica lleva a la desnutrición de las gentes, de la destrucción del ecosistema amazónico con fines ganaderos, del exterminio de tribus aborígenes, de las reses salvajemente degolladas, de la sobreexplotación de sus empleados y las prácticas antisindicales a las que están sometidos... Por encima de todo, del peligro que su comida supone para mi salud: «la hipertensión, el cáncer, la diabetes, el artritismo» provocados por la sal, los aditivos y la «mucha grasa animal». A pie de página, la firma del CEL (Col•lectiu Ecologista Llibertari) no hizo sino confirmarme la identidad de la presencia femenina que tanto me había impresionado y ahora veía como el mismo Ángel de la Muerte.

Del escrito no hice mucho caso, y pese a que el temor a reencontrar aquella presencia me apartó de mi burger, no dejé de acudir a otros de idéntico servicio. En ninguno, desde luego, llegué a sentir el hechizo de la historia y el ambiente del burger de mis sueños. Y sólo cuando en los primeros días del año un estudio de la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) confirmó con cifras la realidad de aquellos malos presagios, me dispuse a reencontrarlo. Sentimental como soy, no sabía aún si para darle el último adiós o para sellar con él un compromiso de fidelidad a muerte. El encuentro jamás iba a producirse. En el breve intervalo de mi ausencia, una reforma preparada por los interioristas del local lo acababa de reducir al común denominador de sus homónimos. El burger de mis sueños se había desvanecido definitivamente.

Lluís Cànovas Martí, «El burger de mis sueños»Escrit per a El Observador, setembre de 1991