Les pressions occidentals contra la represa del programa nuclear iranià van ser
un important factor de cohesió del règim islamita, que tancà files entorn
del president Mahmud Ahmadineyad. Manifestació femenina
en favor de l'energia atòmica a Teheran (2006)

Irán nuclear
Lluís Cànovas Martí  /  29.9.2006

[ Vegeu també: Irán: un sesenta y ocho islámico / Oriente Medio: el fiasco estadounidense / El desafío norcoreano ]

En la coyuntura de 2006, Irán aparecía como la potencia regional de Oriente Medio. La revolución islámica emprendida en 1979 por el ayatolá Ruholla Jomeini en ese país parecía consolidarse más allá de sus fronteras y el chiísmo que la animaba se erigía en la fuerza de mayor empuje del mundo musulmán.

Una política occidental errática

Ese auge de Irán y del chiísmo era una consecuencia imprevista de la guerra antiterrorista que cinco años antes había desencadenado Estados Unidos en la región: en Afganistán, esa guerra había derrocado en 2001 el emirato islámico instituido por el poder talibán, que desde 1996 hizo de Kabul un foco de irradiación islamista que competía con la República Islámica de Irán, pero diez años después los talibanes se veían obligados a una desigual lucha de guerrilla contra las tropas de la OTAN; en Irak, donde el chiísmo representaba el 60 % de la población y se encontraba sojuzgado por el régimen laicista de Sadam Hussein, la guerra acabó en 2003 con el monopolio de la minoría suní sobre la vida política y el nuevo poder tutelado por Estados Unidos se vio obligado a reconocer la fuerza de esa realidad social chií, expresada primero con la protesta pacífica, luego con la toma de las armas y más tarde con el triunfo en las urnas. Más allá de ese marco regional, en el verano de 2006 la guerra de Líbano puso de manifiesto el apoyo de la población a la milicia chií Hezbollah, que, vinculada a Irán, se convirtió en la primera fuerza árabe de la historia que detuvo al ejército israelí en el campo de batalla.

Un país intocado

Lo cierto es que, a pesar de que el presidente George W. Bush, en su discurso sobre el Estado de la Unión del 29 de enero de 2002, había incluido a Irán en la lista de países integrantes del «eje del mal. cuyos regímenes dan apoyo al terrorismo internacional», la República Islámica de Irán, intocada aún en 2006, no sólo se había librado de la guerra antiterrorista, sino que se beneficiaba de la incapacidad de los estrategas de Estados Unidos para mesurar las consecuencias no deseadas del proceso puesto en marcha. Esa guerra se había detenido en las fronteras iraníes por dos razones fundamentales: la incapacidad operativa del ejército norteamericano para abrir un tercer frente bélico y la actitud dialogante del sector aperturista del régimen islamista, que gracias al presidente Mohamed Jatamí contó, como mínimo hasta 2003, con un notable respeto de la comunidad internacional. Además, su condición de socio de China, los intereses geoestratégicos de Rusia y la participación de Alemania, Francia e Italia en la explotación de sus reservas energéticas le garantizaban una importante cobertura respecto a eventuales sanciones o la amenaza de cualquier agresión exterior.

Un presidente amenazante

Sin embargo, en 2005 el relevo de Jatamí por el conservador Mahmud Ahmadineyad (quien había vencido en las elecciones presidenciales del 24 de junio) dio un giro radical a aquella política de contemporización. Si durante su campaña electoral Ahmadineyad ya se había posicionado en contra de mantener relaciones con Estados Unidos, tras proclamarse vencedor remachó su radicalismo exterior con un discurso populista que despertó la alarma en Estados Unidos, entre sus aliados y, sobre todo, en Israel, al sostener que «el sionismo es tácitamente un nuevo fascismo», que «el holocausto judío es un mito» y que «Israel tenía que ser borrado de la faz de la Tierra».

Un programa nuclear sospechoso

Entre las medidas de política interior de Ahmadineyad, destacó su decisión de dar un nuevo impulso al viejo programa nuclear iraní, cuyos orígenes se remontan a los proyectos puestos en marcha en los años sesenta por el gobierno del sha Mohamed Reza Phalevi en el marco del acuerdo de cooperación nuclear suscrito en 1957 con Estados Unidos. Ese programa nuclear había sido relanzado en 1997 por Jatamí, quien, cediendo a las presiones exteriores, lo suspendió oficialmente en 2003. En 2006 se preguntaban retóricamente algunos analistas qué necesidad de energía nuclear podía tener un país que posee el 10 % de las reservas de petróleo y el 15 % de las reservas de gas del mundo, a lo que los dirigentes iraníes respondían recordando que «fue Estados Unidos quien nos propuso en 1970 que diversificáramos nuestras fuentes energéticas y quien calculó que en 1990 necesitaríamos 20 centrales nucleares».
Según el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) suscrito por Irán, el país tiene derecho a desarrollar una industria nuclear propia con fines pacíficos, como la que gira en torno a la central en el puerto pérsico de Busher, que lleva a cabo con ayuda técnica de Rusia. Pero Irán transgredió las normas de control fijadas por el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) y ocultó durante 18 años que trabajaba en un programa de enriquecimiento de uranio. Este programa, llevado a cabo en la planta de Natanz, fue denunciado en 2002 por un disidente y confirmado después por los satélites espías norteamericanos. La clave de las intenciones nuclearistas se encuentra precisamente en los programas de enriquecimiento de uranio: si es para uso civil, se requiere enriquecer el 5 % el nivel de isótopos del uranio 235 empleado como combustible, pero si su uso es militar exige elevar ese nivel al 90 o 95 %. Los inspectores internacionales que examinaron las instalaciones iraníes en el verano de 2003 encontraron restos de uranio enriquecido apto para armamento nuclear. Además, se descubrió que Irán había comprado tecnología bélica al padre de la bomba atómica pakistaní, Abdul Qader Khan, y experimentado con polonio 210, elemento radiactivo necesario para provocar la reacción en cadena de una bomba atómica.
Aquel programa nuclear que el mundo occidental había aceptado a regañadientes con Jatamí, hasta que en 2003 se tuvieron pruebas de las actividades ocultas denunciadas, disparaba en 2006 las alarmas al máximo con Ahmadineyad, a quien Estados Unidos atribuía el propósito inexcusable de dotarse de armas nucleares: una aspiración por otra parte lógica si se atiende a que el país está rodeado de enemigos potenciales, como India y Pakistán, y un enemigo confeso como Israel, que se mantienen al margen del TNP y a los que, por supuesto, se tolera la tenencia de arsenales atómicos.
La estrategia dilatoria adoptada en 2006 por los negociadores iraníes en las negociaciones internacionales dirigidas a evitar el desarrollo de ese programa nuclear no invitaban al optimismo.

[ Vegeu també: Irán: un sesenta y ocho islámico / Oriente Medio: el fiasco estadounidense / El desafío norcoreano ]
Lluís Cànovas Martí, «Irán nuclear»

Escrit per a Larousse 2000 (Actualización 2007), Editorial Larousse, Barcelona, 2007