Animal Charm

El dubtós encant d'un gos pastor alemany de nom Jerry, a la Sala New York del carrer Escudellers. Dins l'aire d'un play-back infernalment decibèlic, les seves companyes Àfrica i Natàlia preparen la primera mobilització a tres de la nit. [Foto, Mario Josep Cuevas]

Animal Charm: oleada zoofílica

Lluís Cànovas Martí  /   3.9.1980

Pues que soy un langostino,
Ahora ligo en plan muy fino.
Coplillas langostineras, de Johnson

Si esta vez fue un perro y antes un asno, muy bien pudo ser el «rey del Paralelo», Johnson, en su versión de langostino, el precursor de la nueva moda zoofílica. Pero en el 76 tales cosas resultaban impensables y bastaban unas pocas revistas con la carne en las portadas para que los curiosos se agolparan alrededor de los quioscos, en la salida de esa carrera de insensibilización voyeurista que se avecinaba. Entretanto, Christa Leem, la gatita ácrata del Poble Sec, enardecía a los progres con ese desvestirse suyo entre mohínes, plan détournement , que concluía invariablemente en un irrespetuoso corte de mangas al público, y se exhibía en verbenas populares como símbolo circunstancial de la incorporación cabaretera a las inquietudes de la transición.

Desde luego, cuatro años se demostraron suficientes para romper el coto del sexo y reproducirlo, Europa como modelo, en los mismos espejos que reflejaban las cuitas de la vida nocturna en París, Hamburgo, Copenhague... un itinerario ascendente que parecía apuntar al mismísimo Polo y que los empresarios españoles más astutos estaban dispuestos a corregir en aras de las calideces mediterráneas y la latinidad. Entonces las stripers, esos personajes de lentejuela y crema incubados a golpe de cerebro en los cuarteles de invierno de la lubricidad, se pusieron los guantes para cruzar, como en un film de Cocteau, al otro lado del espejo, más allá de la primitiva imagen del Eros mercantil en que se reconocían, y los travestis y transexuales, en sus papeles de locas, abandonaron las catacumbas de la vergüenza y la morigeración para exhibir con descaro sus hormonales atributos en el circo de la noche. Y una legión de musculosos obreros en paro y exiliados transoceánicos se ofrecía como inevitable y dadivoso complemento de aquellos partenaires, en los repartos de enrevesados papeles donde lo seminal era punto de arranque para las claques ensimismadas y prueba irrefutable de toda apoteosis.

Si, con sus topleses y Estradas, Madrid pareció apabullarlo todo al comienzo, bien pronto hizo honor Barcelona a su papel de adelantada en la industrialización española y, abriéndose paso entre nubes de nostalgia, recuperó parte del fulgor cabaretero y prostibulario de sus loados años veinte, consagrándose así en 1980 de forma definitiva entre la avanzada de los expecta-culos del hard europeo.

Hacia finales de primavera, un perro de prodigioso rabo acababa de poner la última piedra de aquella capitalidad. De esta obra de coronación hicieron piedra de escándalo los reductos del provincianismo más estricto, incapaces de comprender que tal que el perro es el mejor amigo del hombre, así podía serlo también de la mujer, si se atendía al contenido genérico del viejo aforismo. Pero Jerry, que ese era el nombre del pastor alemán actuante en el New York, no se contentaba simplemente y alardeaba en público con África y Natalia excesos que despertarían envidias y precipitarían su inopinado final, y aun así en partida doble, que nunca fueron remisos los tales locales en estrujar el jugo de su aforo, y si a las once eran tules y fumatas de comuna en decorado perruno, a la una los mismos artistas salían de nuevo arrebujados de cruces gamadas, uniformes y pistolas, que todos los extremos son malos y las armas las carga el diablo. Y ahí, razón de más, se persignaban muy devotos los estrictos, porque Jerry parecía mismamente una ametralladora. Entraba husmeante en el aire de un play-back infernalmente decibélico, pisaba decidido el felpudo acrílico e iniciaba bajo el imprescriptible foco rojo su tarea de movilización, allí la lengua, aquí el rabo, apenas distinguible en sus detalles, entre columnas de humo de tabaco. La mismísima Angelique Ashley, tan formalmente británica y tan de la Commonwealth ella, se hubiera sonrojado en sus pudibundos refriegues de serpientes, que, aunque en el origen de la perdición humana y de todo mal estaban los ofidios, a ella no le parecían tan perversos sus abrazos, como tampoco debieron de parecérselo a las autoridades, pues nada objetaron al número, de inequívocas reminiscencias hindúes, auténtico clásico del género. Mucho más difícil de justificar por el recurso al clasicismo, acaso sí por su pasado pastoril y de quijada bíblica, un burro de Castro Urdiales actuó en el mismo escenario, como si tal cosa, los cinco primeros meses del año. Manso como el que más, el pobre pollino nunca se distinguió por sus prodigios ni despertó envidias, que, para discreción, ni apenas rebuznaba, y en cualquier caso, atosigado por el cuarteto que en derredor suyo se lo montaba, plan basturrio, cumplía pasivamente, sombrero de paja en testa, ajeno al risible efecto de su descontextualizada figura.

Rememoraba estos hechos la prensa en julio para llamar la atención sobre el exilio portugués de Jerry, librado por patas del continente tutelaje de la Sociedad Protectora de Animales y Plantas después de que la autoridad civil interviniera sus orgías, y lamentábase por su parte el damnificado empresario del desfase europeo respecto a los expecta-culos yanquis, en que podía verse a «un macho cabrío beneficiarse todos los días a cuantas mujeres del público subían al escenario, y el número fuerte de la velada un tarzán-domador hacer el amor con una leona». Pero ya los del ramo, que de estos problemas nunca hicieron cuestión de principios, habían claudicado y decidían que si frustración y ridículo siempre tuvieron mejor pase entre censores, no iban a regatearlos, para bien del respetable...

...público que se las campaba sin competencias animales, reencontrándose a sus anchas en los tradicionales chistes de conejo y gusanito, refugio clandestino de zoófilos de pico y forma larvada de este culto. Y tan desinhibida la gente se sentía con los bichos en las jaulas, que tomaba los escenarios por cama propia, e igual un alto ejecutivo empresarial, con su maleta taché y petulante porte, podía ser visto en el Bagdad manejando el vibrador entre la alfalfa de un dúo lésbico, que en el New York, desinflado y antifonarios al aire, entre las piernas de la maciza que le invitó a consumar sus fantasías. Y en Camelot, Hawai-kai, y tantos otros, la gente se lo montaba, plan pasota, que por ganar unos duros nunca faltaron concursantes, ni damas peripuestas que mostraran sus lucimientos o la manera de hacer los niños, y en Martin's incluso aquel vejete sobón de rigidez algo esclerótica sentíase partícipe, la calva encrestada de nata, que así le ofrecía Doris Swanson, bandeja para golosos, entre sus sinusoidales prominencias. Decíalo Maika, pareja con Frank del porno-humor en el camp Villa-Rosa: «Las cosas serias están muy vistas, ¿y qué de nuevo puede hacerle una mujer a un hombre?». Bueno, pues Christa (la gatita Leem de siempre) se empecinaba, por ejemplo, en los viejos mensajes y ahora, apuntada en los cocos, andaba con el buenazo de Pipper por los caminos ambulantes del Argentino a exportar, cual Che del varieté, la desublimación democrática en provincias, donde los animales, dicen, tienen otro encanto.

Lluís Cànovas Martí, «Animal Charm: oleada zoofílica»Escrit per a Vela de armas (Anuario 1980), Difusora Internacional, Barcelona, 1981